Y que un buen día, desde esa tierra yerma que habitaba, seca como una huerta sin goteo, vio crecer una flor que era de nadie. Imagínense ustedes a esa flor esperando ser, como Cui-Ping-Sing, todo lo claro, y el cisne, mucho más que la ceniza. Hubo que atravesar frías montañas, pero esa flor ya tiene quien la cuide. Se llama Laura, es mi hija, y acaba de cumplir cuatro años.
Les contaré que nació en China, como las naranjas, y que nos la entregaron en una notaría de Kunming. El Vitorio y yo habíamos salido a fumar al balcón y, de regreso a la oficina, nos la encontramos tendida en el sofá, la última de siete, esperando su turno en el reparto. Tan menuda y plegable, a sus once meses, que cabía holgadamente en la mochila. Por eso, y porque entonces aún atendía por Pei Ling, que según nos explicaron significa algo así como «niña de Jade», empezamos a llamarla Piolín. Tenía el peso de un pájaro. Llevaba puesto un pijama muy viejo, casi rosa, casi azul y casi nada. Y debajo, unos leotardos rotos. Y, a pesar del calor, unos patucos medio deshechos y una gruesa chaqueta. Lo que se dice el fondo de su armario.
Cuando nos la apretamos contra el pecho, aquella niña destinada a ser nuestra, pero todavía muy suya, se limitó a mirarnos fijamente, como esculpiendo en sus pupilas una larga pregunta, y a explorar con sus dedos nuestros trémulos labios. Creo que le atraían nuestros dientes, o quizás nuestras voces -impostadas para darle una aguda, musical bienvenida-, o quizás nuestras derretidas, claudicantes sonrisas. Estaba muy cansada por el viaje, y también -supe luego- por la fiebre, pero ya muy feliz y hasta ofendida. Quizás nos reprochara un año de soledad. Un año vivido peligrosamente. Un año sin un amor que la tapara. Ni el osito, ni el payaso de trapo, ni ninguno de los muchos objetos que le ofrecimos, consiguieron distraerla de su mudo, sereno, lacerante escrutinio.
¡Cómo explicarles cómo nos miraba! O cómo gorjeaba cuando le dimos el primer biberón. Cómo sonreía cuando le cambiamos el pañal y separamos, con un cuidado casi quirúrgico, su piel, tan fresca, de toda aquella ropa moribunda. O cómo disfrutaba cuando la sumergimos en un baño de agua tibia por el que navegaban tres solemnes patitos. No tardamos en descifrar su lenguaje monosilábico: el «ta» de su entusiasmo y el «na» de su disgusto. O cómo se reconcilió con el mundo cuando la acostamos en una cuna irrepetible, única como su valiente latido, indestructible como su fuerza admirable, risueña y celestial como su cara.
Mi hija, allá en su China de origen, dormía como un junco y se despertaba como un tigre, emitiendo un rugido de hambre. El «berrido ultrasónico», lo llamábamos. Después hubo ese vuelo interminable, los purés, los jarabes, los chupetes, análisis, pediatras, vitaminas, visitas, más juguetes, noches blancas, nerviosismos al borde del infarto... Nada que ustedes, claro, desconozcan. Pero a quien piense que adoptar un hijo es un modo distinto de ser padres, no le voy a decir que se equivoca.
Es mucho más que todo lo soñado: un parto donde empujas con el alma. Yo, que tanto temí cegar mis genes, o alzar un simulacro de familia, o darme un asidero vulnerable, o robarle una fresa al paraíso, o caerme del nido de las águilas, sólo lamento haber tardado tanto en librarme de miedos y soberbias, y en dejar que la vida me trajese un ángel «made in China» de regalo.